La viejecita dichosa
Éranse dos viejecitos sumamente pobres. Un día la viejecita, barriendo,
se encontró una moneda. Al momento se pusieron marido y mujer a pensar lo que harían
con aquel dinero. De repente la viejecita salió corriendo y al rato volvió con
una escoba, una bolita de hilo y un pedazo de cera. Al punto se puso a hacer,
ayudada por su marido, una escalera. Cuando acabaron, la viejecita dijo:
– Ahora, esposo mío, vas tú al cielo y le pides a San
Pedro que nos socorra. El viejecito subió al cielo y, hallando justa su
petición, San Pedro le entregó una servilleta diciéndole:
– Cada vez que ustedes quieran comer, no tienen más que
decir: "Componte, servilletita", y al punto tendrán abundantes manjares.
Algún tiempo vivieron así, muy tranquilos. Un día se les ocurrió ir a dar un
paseo por el campo y decidieron dejar la servilletita en la casa de una vecina.
Al entregársela, le dijo la viejecita:
– Nada más le encargo a usted, vecina, que no le diga:
"Componte, servilletita”. La vecina se lo ofreció así y los viejecitos se
fueron muy contentos. La prohibición picó la curiosidad de la vecina que,
apenas desaparecidos los abuelitos, tomó la servilletita y pronunció las
palabras mágicas. Quedó tan maravillada del prodigio, que decidió entregar
a los viejecitos otra igual, conservando ella la verdadera. A la hora de cenar
la servilleta falsa no les dio ningún alimento. Acongojados, los viejecitos
atribuyeron el suceso a que la habían dejado abandonada, pero no se les ocurrió
que la vecina los hubiera engañado. Al día siguiente la viejecita fue a ver a San
Pedro.
– Son ustedes un par de tontos – dijo San Pedro
– Toma – añadió,
dándole un palito muy macizo
–, a éste le dirás las mismas palabras. Bajó muy contenta y los
dos viejecitos colocaron el garrotito en la mesa, pronunciaron las palabras
mágicas, pero aún no habían acabado de decirlas, cuando ya tenían encima la
paliza más tupida que pueda recibir un cristiano.
Comprendieron que aquello era un castigo de San Pedro por su torpeza y
que aquel garrotito les haría recobrar el tesoro que habían perdido. Pocos días
después fueron a ver a su vecina y dándole el palito le rogaron que se lo
guardara, encargándole que no le dijera: "Componte, garrotito". La
vecina, creyendo que eso era otro tesoro como la servilleta, lo primero que
hizo fue encerrarse con el palito y decirle las dichosas palabras. Al siguiente
día fueron los viejecitos a recoger su palito. Apenas los vio la vecina, los
llenó de insultos y les aventó el garrotito.
– Lárguense de aquí – les decía llena de ira
–, su maldito palo por poco me mata.
– ¿Y nuestra servilletita?– dijo la viejecita
– Si no nos la devuelve, le digo a mi palito que se componga.
Al oír esto, la vecina sacó la servilleta. Dueños otra vez de la servilletita
acabaron sus días tranquilos y dichosos.
Alfonso Morales,
La viejecita dichosa,
México, SEP, 1997